Mateo Malahora mateo.malahora@gmail.com
La pedagogía literaria de García Márquez nos recuerda las
épocas en que Colombia vivió la ‘Guerra de los Mil Días’, muy distinta a
la irreflexiva apreciación histórica oficial de las guerras que ha
soportado el país.
Para esos tiempos, nos enseña el maestro García Márquez,
sorpresivamente, como en la Patria Boba, ocurrió algo que conmovió a la
gente y alborotó la murmuración y el chisme, tanto que el
“progreso” se detuvo y la rutina cotidiana se descompuso en acontecimientos sorpresivos.
Todo comenzó porque al pueblo llegó un hombrecillo de apariencia
desmirriada, tan insignificante que su presencia pasó inicialmente
desapercibida entre sus moradores.
Sin embargo, pronto se supo que el gobierno lo había enviado a
mantener el orden y a fe que, cuando comenzó a ejercer el cargo, lo hizo
con el engreimiento, la presunción de ostentar poder y los humos
necesarios para hacerse sentir.
Era nada más ni nada menos que el corregidor, el delegado del
gobierno conservador, un hombrecillo que empezó a exhibir, ante el
silencio de los pobladores, los verdaderos superpoderes de que estaba
ungido, con funciones de gobernador, alcalde, magistrado y regidor.
En el ambiente se divulgó la noticia que el personaje estaba
dispuesto a imponer el orden y que no quedarían dudas sobre lo que
significaba el ejercicio de su mandato y obediencia.
Corrió la información de que era uno de los detentadores del poder
formal y que tenía toda la confianza de los detentadores del poder real
con sede en la capital de la República.
El primer decreto del aparente desgarbado corregidor, envestido de
todos los poderes constitucionales, legales y pasionales del momento,
fue el de ordenar que
“todas las casas se pintaran de azul”.
Ante la insólita medida y el miedo desmedido que produce el poder
desproporcionado, la reacción de las gentes no se hizo esperar y un
personaje conocido en el pueblo, José Arcadio Buendía, ante la sorpresa
de todos, se armó de valor civil y fue hasta la oficina del corregidor y
le dijo que en Macondo no se necesitaba rectificar nada.
Cuenta el Maestro de Aracataca que el corregidor le enseñó el decreto
mediante el cual el gobierno lo acreditaba como el nuevo gobernante
local y José Arcadio con osadía le dice que la puerta le estaba
indicando el camino de regreso.
José Arcadio aprovecha la oportunidad para darle una lección
histórica de la fundación del pueblo y le ratifica que él representa a
la comunidad, que si su propósito es el de quedarse y permanecer en paz
puede hacerlo y vivir en el Gran Hotel, pero si su intencionalidad es la
de anarquizar el pueblo le aconseja que organice sus maletas y se vaya.
Y como los corregidores que enviaban desde Bogotá eran de armas
tomar, que no le tenían miedo a nada, en tono de ultimátum increpó a
José Arcadio y le expresó:
“…te recuerdo que estoy armado…”, ante lo cual, herido en su amor propio José Arcadio tomó al flaco corregidor por los hombros y lo levantó diciéndole:
“…esto lo hago para cargarlo con vida, y no tener que cargarlo muerto toda mi vida”, sacándolo en vilo hasta la calle para que se fuera.
El corregidor, don Apolinar Moscote, a quienes los moradores del
pueblo señalaban como un hombrecillo, regresó pocos días después con su
familia, protegido por seis soldados armados y mal vestidos, portando
escopetas de fisto.
Y como era de esperarse, las gentes de Macondo apoyaron el liderazgo
de José Aureliano Buendía y cerraron filas ante él, dispuestos a
enfrentar lo que fuera.
Todo listo para para expulsar al intruso, José Aureliano Buendía fue
hasta el Gran Hotel donde se hospedaba el corregidor y, recogiendo el
sentimiento de la comisión negociadora, integrada por liberales de
“raca mandaca”,
le propuso que se quedara, pero con la única e irrevocable condición de
que el gobierno permitiera que la gente pintara las viviendas como les
diera la santísima gana, añadiendo que como Macondo era un territorio de
paz, despidiera inmediatamente a los soldados porque el pueblo no era
ningún cuartel.
Lástima que no hubo periodistas, pero estas fueron las frases que se
escucharon en el principal Hotel de Macondo después de estrecharse las
manos los acérrimos enemigos:
“Palabra de honor” (Apolinar),
“Palabra de enemigo” (José Arcadio Buendía).
Si la historia garciamarquiana de cómo hubo un feliz acuerdo entre
enemigos en la Guerra de los Mil Días, la otra, la de los Cincuenta
Años, que hoy toca a su fin, que también tuvo corregidores, políticos,
periodistas, púlpitos y empresarios que alimentaron la confrontación, y
soldados, policías y guerrilleros que deshonraron el Derecho
Internacional Bélico, pero que en aras de proteger la vida, Apolinar
Moscote y José Arcadio Buendía han regresado al Gran Hotel para darse la
mano, enaltecer los pactos y honrar la paz.
Hasta pronto.